Haroud: la música como resistencia

Crónica

Fotos: pablo tosco

Reportaje

Kurdistán, Siria

«Todo es nostalgia: mi casa, mi infancia, mis sueños», dice Haroud y un silencio triste invade la habitación destrozada por la metralla y las explosiones de artillería pesada. Retorna a Al-Raqqa luego de años escondiéndose de Estado Islámico. ISIS ya no controla la región —uno de los bastiones más sangrientos en el conflicto—, pero la ciudad está desfigurada y Haroud apenas logra identificar su barrio. Para peor, el proceso de reconstrucción que había comenzado en la región vuelve a paralizarse con los bombardeos y la campaña militar del gobierno de Turquía: las garras de la guerra se empecinan sobre el Kurdistán.
Años atrás, yihadistas del Daesh (término despectivo para referir «al que divide», a «quien crea discordia» y que en todo Oriente Medio se suele utilizar como sinónimo del ISIS) persiguieron a Haroud y juraron que de oír algún sonido de sus instrumentos, colgarían su cabeza en la plaza. Por eso huyó, y se refugió en Qamishlo, ciudad asegurada por las fuerzas kurdas. «Me cuesta encontrar palabras para expresar lo que siento», dice sentado sobre los escombros de lo que antes era su cuarto. Abre el estuche, toma su violín y una melodía improvisada asciende en una armonía conmovedora que se transforma en canto, muda a llanto y se consuma in-crescendo en una súplica muda de liberación.
La sensibilidad musical de Haroud ya era reconocida antes de que la guerra golpeara Siria: viajó a Damasco y participó entre cientos de jóvenes intérpretes destacados, y obtuvo el premio nacional como mejor violinista, dos veces. «Amaba encontrarme con amigos para tocar nuestros instrumentos; incluso viajamos a otros países para hacer conciertos, hasta que llegó el Daesh. Entonces comencé a escribir y componer. Ésta canción, por ejemplo —“Los restos de la patria”— es de aquellos días; habla de la destrucción y el asesinato, del desplazamiento forzado y el dolor de la población a causa del terrorismo».

Haroud guarda en el celular un video impactante que altera su pulso cada vez que le da play, aunque hayan pasado cinco años. Lo guarda como un registro de tantas penurias, como un recordatorio de lo que fue, de lo cerca que estuvo la muerte, de las posibilidades que aún le quedan por vivir a sus veintiún años. En el video canta con tres amigos; hacen rap en un patio. Están en eso, cuando se escucha un silbido repentino y un misil cae a escasos metros. La cámara sigue prendida registrando los movimientos frenéticos para escapar a ningún lugar, los gritos, los fragmentos que rebotan, el polvo, la violencia del momento, los escombros que golpean, más gritos, el celular y la mano de Haroud que vuelve a temblar. Pone stop. Agradece que puede mostrarlo. Dice que agradece que puede poner stop y mostrarlo; que ya nada es como solía ser, pero… —su frase, que suena con dejos amargos y ásperos, resulta afable al completarse—, …aún tenemos la música.
El cenicero comienza a llenarse y su relato recién comienza.

Haroud es de ascendencia armenia. Su familia pertenece a una minoría entre las minorías. «Por ser cristiano nos consideraban kuffar (infieles); querían que me convirtiera en musulmán, pero me negué; y se volvieron una amenaza para mí.

Antes, mi vida era de alegría. Lo digo con franqueza. Pero entonces… ya saben.»

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Sonríen para la foto