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CRÓNICA | COBERTURA MULTIMEDIA

PARAGUAY

GRAN CHACO

La comunidad de Yishinachat huele a palosanto y a polvo. Cerca de las casas, humo frágil de pequeños braseros encendidos en el piso complementan los aromas de tierra adentro: es el Gran Chaco paraguayo. Yishinachat forma parte del departamento de Boquerón, el más grande del país: un tercio del territorio de Paraguay, con tan solo el 2% de la población total.
Para Isabel (que no se llama así en Nivaclé) el entorno, su terruño, el país son quizá cuarenta y cinco kilómetros cuadrados; tal vez Neuland, a cuatro horas si los caminos dejan; como mucho Filadelfia, a una hora más desde Neuland.
Sus horas —las horas de Isabel— son repeticiones incesantes, nada fáciles, de preguntas sobre la leña, suposiciones sobre el día en que parirá la cabra moteada (del rebaño comunitario); o «¿será que Jacinto traerá pilas? ¿Se habrá acordado el Jacinto de traer las pilas? Cuando llegue, ¿tendrá las pilas el Jacinto?».

La comunidad de Yishinachat huele a palosanto y a polvo. Cerca de las casas, humo frágil de pequeños braseros encendidos en el piso complementan los aromas de tierra adentro: es el Gran Chaco paraguayo.

Yishinachat forma parte del departamento de Boquerón, el más grande del país: un tercio del territorio de Paraguay, con tan solo el 2% de la población total. Asunción está tan lejos del paraje como podría estar cualquier otra ciudad del mundo. Isabel nunca llegó más allá de Filadelfia, la capital departamental, y fue allí tres o cuatro veces en toda su vida, ya ni se acuerda. Sí recuerda tanto rubio junto.

Los rubios son menonitas, que llegaron allá por 1920 y se ubicaron en el Chaco Boreal, donde instalaron las colonias y sus tres pilares fundamentales: fe / trabajo / unidad para hacer frente a lo que denominaron «el infierno verde». El infierno resultó mejor para su economía que Rusia y Alemania, desde donde huían. Fueron décadas en las que se consolidaba el modelo de latifundio y Stroessner, presidente de una dictadura lapidaria que se prolongó treinta y cinco años en Paraguay, repartió entre amigos y contactos enormes superficies de “tierras libres” que hoy explotan con soja. Pero el gran Chaco se lo ofrecieron a los inmigrantes rubios, porque les parecía inútil. En la actualidad, los establecimientos cooperativos menonitas generan el 75% de la producción láctea paraguaya y su ganadería se exporta a los mercados internacionales más exigentes.

La relación entre menonitas e indígenas fue, desde un comienzo, irregular pero pacífica. 

No obstante, en el ambiente puede percibirse desprecio por los pueblos nativos, a los que se considera el sector social más bajo. Ellos, menonitas, retrato vivo de la bendición del progreso, ven en ellos —los otros— indígenas pobres. A lo sumo —los domingos, post iglesia— pobres indígenas: el evidente retrato del fracaso; un espejo sucio de nosotros —según ellos— si no supiéramos hacer lo que debemos.

Isabel lo sabe, pero tiene otras preocupaciones. Paulina (que tampoco se llama así en Nivaclé) también lo percibe. Es promotora de salud —lo más parecido a un médico para la comunidad— y lo percibe: para el resto (menonitas, paraguayos, extranjeros o criollos) son el escalón más bajo. Pero no se queja ni se explaya en los agravios, tiene motivos más importantes en los cuales pensar: que los niños tengan completo su registro de vacunas —que lleguen las vacunas—; examinar las casas para ver si hay vinchucas (insectos responsables de la transmisión de la enfermedad de Chagas) y pedir, por enésima vez, algún compromiso para combatirlas.

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